1. «El pueblo que caminaba en tinieblas
vio una luz grande» (Is 9,1).
Esta profecía de
Isaías no deja de conmovernos, especialmente cuando la escuchamos en la
Liturgia de la Noche de Navidad. No se trata sólo de algo emotivo, sentimental;
nos conmueve porque dice la realidad de lo que somos: somos un pueblo en
camino, y a nuestro alrededor – y también dentro de nosotros – hay tinieblas y
luces. Y en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo, se
renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en
camino ve una gran luz. Una luz que nos invita a reflexionar en este misterio:
misterio de caminar y de ver.
Caminar. Este verbo
nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia
de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en la fe, a quien el
Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra que Él le
indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos
hacia la tierra prometida. Esta historia está siempre acompañada por el Señor.
Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. Porque es fiel, «Dios
es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se
alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de
obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y de pueblo errante.
También en nuestra
historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras. Si
amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se
cierra, si prevalecen en nosotros el orgullo, la mentira, la búsqueda del
propio interés, entonces las tinieblas descienden a nosotros por dentro y por
fuera. «Quien aborrece a su hermano – escribe el apóstol San Juan – está en las
tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han
cegado sus ojos» (1 Jn 2,11).
2. En esta noche,
como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol: «Ha aparecido la
gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11). Pueblo en camino, pero pueblo peregrino,
que no quiere ser pueblo errante.
La gracia que ha
aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen, verdadero Dios y
verdadero hombre. Ha venido a nuestra historia, ha compartido nuestro camino.
Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él ha aparecido
la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne.
No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del
que sabemos que estamos inexorablemente lejanos. Es el sentido de la vida y de
la historia que ha puesto su tienda entre nosotros.
3. Los pastores
fueron los primeros que vieron esta “tienda”, que recibieron el anuncio del
nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos, de los
marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela aquella noche,
guardando su rebaño. Es ley para el peregrino velar, y ellos lo hacían. Con
ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos
gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, dejamos salir desde lo
profundo de nuestro corazón, la alabanza por su fidelidad: Te bendecimos,
Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres
inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres el
omnipotente, y te has hecho débil.
Que en esta Noche
compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha
dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz en nuestras tinieblas. El Señor
nos dice una vez más: “No teman” (Lc 2, 10). Como dijeron los ángeles a
los pastores “no teman”. Y también yo les repito a todos ustedes: No teman.
Nuestro Padre es paciente, nos ama, nos da a Jesús para guiarnos en el camino a
la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la
misericordia ¡Nuestro Padre perdona siempre! Él es nuestra paz.
Amén.
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